domingo, 28 de junio de 2020

PLACENCIA, EL MODELO PAÍS. CUENTOS DE LA TROJA DOS. JUAN JOSÉ BOCARANDA E




PLACENCIA, EL MODELO-PAÍS

Los hombres que parecían buenos resultaban malos y los que parecían malos realmente lo eran.

En el reino de “Placencia” todo era extremadamente especial.
Las mujeres orinaban paradas y eran de pelo en pechuga. Los hombres orinaban sentados y vestían prendas de dudosa fama. Ellas eran jefas de casa y sus maridos sus cocineros, aseadores y mucamos. Ellas jugaban billar, bebían ron con alquitrán, escupían por la colmillera, soltaban tacos y flatos, y se iban a los puños con facilidad, domaban potros salvajes, animaban peleas de perros y gallos, practicaban deportes de los más extremos, violaban y mataban en serie, y ellos eran abstemios, bebían leches y jugos, los sábados bañaban a los perros y los sacaban a pasear junto con los niños y por la noche iban  al otro lado de la calle para dejar en la puerta de los vecinos la mierda de los gatos.  Los domingos asistían a misa mayor y por las tardes se reunían para comer galletas con chocolate y divertirse tejiendo o bordando o con adivinanzas y otras pendejadas, y hacían competencias de juegos de mesa, como damas españolas o chinas o “el salto del triquitraque”, cuya naturaleza y desarrollo el pudor no nos permite describir.
Los niños nacían viejos y los viejos morían niños. Los recién nacidos tomaban asiento en la mesa, utilizaban cubiertos y bebían vinos, y los adultos se alimentaban con biberones y compotas.
Los maestros estaban obligados a defender y difundir la mentira e incitar el odio a la verdad.
Allí todos dormían de día y aparentaban trabajar de noche. Como la puntualidad era la norma, los transeúntes caminaban hacia atrás para ver mejor, poder andar más rápido y llegar más pronto. Por esto, cuando se les veía venir en realidad se estaban alejando y cuando se les creía lejos estaban cerca.
Entre ellos era normal el principio de la inversión:  decir significaba no, y no quería decir sí, arriba era abajo, abajo arriba, encima debajo, debajo encima, gordo flaco, flaco gordo, feo hermoso, hermoso feo, largo ancho, ancho largo, negro blanco, blanco negro
, bueno malo, malo bueno, puro impuro, impuro puro, corrupto honrado, honrado corrupto, culpable inocente, inocente culpable, condenado absuelto, absuelto condenado.
Los brutos tildaban de estúpidos a los inteligentes y se alababan, condecoraban e incensaban entre sí. Y, por ley, los inteligentes debían rendir tributo a los mentecatos, mentir a su favor y elaborarles escritos y tesis doctorales así como libros que terminaban en bestsellers  bendecidos y premiados.
Todo marchaba “a la perfección, por las vías del progreso”, según la voz oficial, conforme a la cual “los estudiantes egresaban de las instituciones ejemplarmente adiestrados para enfrentar y resolver aun los problemas más intrincados en cuestiones de educación, economía, ciencia,  tecnología  y salud”. Obviamente, eran llamados de otros países, que les imploraban de rodillas para que aceptaran su oferta de los cargos más altos.
Es que el rey (“Embustero XVI”) y sus secuaces tenían como norma de honor exagerar las bondades del sistema, asegurando que sus servicios públicos “ondeaban el pináculo de la excelencia”, en la que aventajaban aun a los países más avanzados. Igualmente procuraban que las leyes del reino -superabundantes- fuesen las más voluminosas en la materia, para pregonarlas en los congresos internacionales y lograr votos. Todo lo cual contrastaba con la realidad de que en Placencia se admiraba y rendía culto a la mentira, al crimen, a la crueldad, a la traición, a la depravación, y en la misma proporción se temía, se odiaba y se daba muerte a la verdad en todo momento y circunstancia.
En medio de tal obscuridad, no pudo ser menos sino que Placencia fuera declarada “paradigma universal del deber ser”, por lo que los imitadores, que tanto abundan, se precipitaron a copiar el modelo, “para progreso del mundo y beneficio de la humanidad”.
Desgraciadamente, no mucho tiempo después de la declaración honorífica, ocurrió algo que provocó consternación en el mundo, y fue que, por disposición real, los habitantes del reino fueron obligados a caminar con la cabeza y a pensar con los pies.  Por consiguiente, los libros, los carteles, los avisos, los textos escolares, las obras científicas o filosóficas, las leyes, los breviarios de oracio­nes, debían imprimirse al revés y ser leídos e interpre­tados al revés. Por eso no causó sorpresa que defender la verdad, el honor, la dignidad; abogar por lo justo; hacer valer el respeto por los auténticos valores; velar por la niñez, por la ancianidad; exigir la realización del bienestar del pueblo, quedase absolutamente prohibido, so pena de presidio o muerte. En cambio, ser falso, embustero, cínico, fingidor, ladrón, perverso, irresponsable, deshonesto, mediocre, fue cada vez más aplaudido y digno de encomio. Quienes en las aulas enseñaban la verdad, no fomentaban el engaño, no alentaban la inmoralidad, no incrementaban los vi­cios, no trastornaban los colores, eran objeto de befa y degradación.
Se impuso, así, el imperio de la ilógica, que, a fuerza de tanto repetirse, con tanta insistencia y en tanta proporción, terminó por ser asumida como lo recto y lo correcto, sentando parámetros propios, estructuras propias y sistemas de ideas, que tenían como fuente y fundamento el absurdo, en todo caso determinante para las conciencias y para las conductas.
Cuando todo quedó consumado, hubo que concluirse que el absurdo tiene su propia lógica.

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