jueves, 12 de marzo de 2015

ISADORA Juan Josè Bocaranda E




ISADORA
Juan Josè Bocaranda E

Parecía que Palas Atenea, protectora de los héroes, también la  protegiera. ¡Ella, la heroína del vértigo en el viento, del viento entre los velos, de los velos hechos girón de luces en el viento!
Ahora regresaba a su querida Grecia. A la Grecia del sentimien­to ancestral  que se presiente, rebelde al mero accidente de las geografías.
Estaba allí. Más hermosa que nunca. Pero también triste como nunca. Y sin  embargo esplendorosa en su trágica belleza de portentosa sublimidad.
Ya había perdido a su esposo entre las sombras. También a sus hijos. Y  ella misma portaba consigo el signo de la muerte. Entre las brumas parecía entreverse el enredo de la rueda con el chal...
Ella querìa danzar para el pueblo. Entregarse al vien­to. Emerger  ante todos como un lampo viviente de aquella antigua Grecia ida, cuyos cantos de misterio ondeaban entre los muros de Dionysos y Epidauro.
Se concentraron frente al Partenón. Y ella compareció a la cita. Danzó con un fuego renovadamente nuevo. Como si buscase plasmar en ella y en sus líneas y figuras, las líneas del propio templo en el más puro movimiento.

Todos quedaron pasmados. Un grito de sorpresa, de admira­ción, de  lastimoso interrogante, arrancó del enorme pecho de la multitud cuando desapareciò, en uno de los giros en que ella parecía recoger entre las manos la fuerza telúrica de los dioses en derrota de siglos. Quedó velada a todos los ojos. Dicen que fue una tenue forma de desaparecer sin el dolor de las  despedidas. Dicen que en realidad se con-fundió con las líneas del mármol inmortal. Dicen que ella era la propia Minerva y que, dueña de la danza como por derecho propio, simplemente había tomado posesión de sus dominios.

viernes, 6 de marzo de 2015

LA PESEBRERA. Juan Josè Bocaranda E




LA “PESEBRERA”
Juan Josè Bocaranda E

Habìa estado sin empleo durante varios meses. Sobrevivìa “picando” aquí y “picando” allà. Lavando carros, haciendo entregas en alguna tienda, vendiendo frutas de puerta en puerta, lavando platos ocasionalmente en algún restaurante, a cambio de comida; “dando briquitos de gestor” –como èl mismo decía- cuando iba a tramitar, por ejemplo, la copia de un documento, o a pagar la luz, el agua o el aseo urbano, porque se lo pedìa alguna señora desvalida, etc. Y no pocas veces lo auxiliaron los amigos, que estaban, por cierto, casi en las mismas, rascándose los bolsillos a ver si san pelotas había agachado el dedo.

Una tarde, casi al anochecer, el dueño del restaurante le propuso trabajar fijo, como auxiliar del cocinero, para lavar la vajilla apenas fuera devuelta, porque la clientela era numerosa y los utensilios poco abundantes. En muchas ocasiones, como no había tiempo ni persona encargada de lavar la vajilla, el dueño dejaba entrar a los dos perros que tenìa en el patio trasero, y les encomendaba comerse las sobras y dejar limpios los platos.

Pero, esa vez le ofreció trabajo, y Florencio aceptò gustoso. Aunque el sueldo no sería mucho, por lo menos podría almorzar y cenar allì.

El plato único que se servìa como almuerzo  en el restaurante “Lusitano”, eran los espaguetis con bistec, queso rayado, un pan y un refresco. El sabor de los espaguetis y del bistec era agradable. El cocinero conocía su oficio. La clientela era abundante porque por allì, en el centro de la ciudad, era lo màs económico. Concurrìan muchos empleados públicos, pues muy cerca estaban los Ministerios de Educaciòn, de Finanzas, de Relaciones Interiores y el de Higiene y Salud Pùblica.

Cumpliò seis meses como empleado del restaurant y a fin de año recibió las utilidades. Las aprovechò para comprarse ropa y calzado y para enviarle dinero a su madre, que sobrevivìa en el interior del país, al cuidado de dos hijas.

Como era época, el dueño del restaurant hizo preparar platos navideños, lo que reduplicò la clientela.

Un veinte de diciembre el restaurante estaba màs repleto que nunca. Muchas personas aguardaban de pie a la espera de asiento. Las ventas de motivos de Navidad atraían a mucha gente, incluso del interior del país.

De pronto, un grito de mujer casi revienta las vidrieras del restaurante. El silencio irrumpió en forma instantánea y notoria. Un atraco. Un vahído. De todo podía esperarse en una ciudad convulsionada.

No. La cliente había hallado entre los espaguetis una señora cucaracha, de esas que llaman “pesebreras”, porque sòlo se les ve en tiempos de Navidad.

Todos los clientes se pusieron de pie al mismo tiempo y se apresuraron a presenciar el espectáculo.

Del vientre de la “pesebrera” emergìa una hebra que se movìa de un lado a otro como una lombriz con la danza del vientre: era una tripa de las entrañas de la bicha.

Impulsados por el asco, fueron abandonando el restaurante sin pagar. Para colmo, estaba presente un funcionarillo  del Ministerio de Higiene y Salud. De inmediato ordenò el cierre del restaurante. Quien “pagò la pata” fue Florencio. El cocinero,  verdadero culpable, supo arreglàrselas ante el dueño, y Florencio fue despedido sin prestaciones, con vergüenza y con cierto mal gusto  en la boca. Tal vez  sabor de cucaracha.