LA NOCHE DE LAS CALLES
Juan Josè Bocaranda E
¿Quién tiene autoridad moral para describir cómo son
las calles en la noche cuando no se tiene adónde ir?
Yo. Porque lo viví…o, mejor aun, porque “lo morí…”
Actualmente estoy en el “bardo”, tiempo entre dos vidas
que transcurrimos aquí, después de la muerte, preparándonos para una nueva
“jornada”.
Estoy próximo a reencarnar. Naceré en la misma ciudad
donde fallecí un 4 de agosto del año 2000. Naceré a trece años de ese momento…
Quiero consignar mis memorias antes de que las pierda,
al descender al plano denso que me espera.
…………….
Por circunstancias que no viene al caso
detallar, llegó un momento en que la vida, el destino o la suerte, no sé,
me arrojaron a las calles, cuando acababa de cumplir treinta y ocho años de
edad. Había quedado, absolutamente, sin familia. Los amigos me habían dado la
espalda desde que la prensa me describió como un ser abyecto, involucrado en un
desfalco cuantioso. Todo tan falso, tan irreal e injusto, que la vida
miserable que entonces comenzaba para mí, fue mi mejor testigo. Si hubiese
obtenido algún provecho pecuniario de aquel embrollo, no hubiese vivido
la penuria que habría de acompañarme hasta mi muerte, que me sofocó en
plena calle, en medio de un basurero.
Pero, no es mi intención relatar los vaivenes de mi
vida durante los treinta años siguientes…Sólo voy a referirme, y muy
brevemente, a mi primera noche...
Esa tarde de mi primer día de desgracia, fue para mí
un hachazo en plena nuca. Expulsado de la pensión por falta de pago, salí de
allí a la una de la tarde. Apenas logré salvar una pequeña maleta con algunas
prendas de vestir, unas fotografías de mi familia y otros enseres de uso
personal…Lo demás quedó en poder de la dueña del establecimiento “como forma de
pago”…
A medida que avanzaba la tarde, comencé a sentir un
peso enorme sobre la espalda; y el peso crecía y crecía cuanto más se acercaba
la noche con su manto incierto.
La pequeña maleta se me hacía cada vez más pesada e
insoportable.
Como no sabía adónde ir, me sentía aplastado, sin
ganas de moverme. Me asfixiaba una mezcla horrible de angustia, tristeza,
soledad y miedo. Me palpaba el pecho para ver si aún tenía corazón, pues me
parecía más bien un ave muerta o una nuez seca. Y ello me acrecentaba el miedo,
porque creía que la muerte me era inminente.
Recuerdo que esa primera noche una señora, no sé
por qué, se condolió de mí y me brindó un plato de sopa y un pan. Le di
las gracias y me paré en la esquina. Las calles se veían desiertas. Muy pocos
vehículos. Uno que otro transeúnte.
Ah. La angustia y la sensación de soledad y desamparo
que me asaltaron cuando me detuve en una encrucijada de cuatro calles. Entonces
se me vino encima, en un instante, el inoportuno pensamiento de que todo ser
humano debería gozar de la satisfacción de tener un destino, porque ello lo
revitaliza con la esperanza, lo sustenta con la alegría, y lo alimenta
con la fe. ¡Qué horrible carecer de razón o motivo para optar por una u
otra calle!. Es como si las propias calles nos arrojaran poncheradas de
desprecio, dándose el lujo de cerrarnos paso.
Temblaba no sé si por miedo o por frío, tal vez por
fiebre. La primera de las mil fiebres que pasaría a la intemperie durante
treinta años.
Mienten, por cierto, quienes dicen que uno se acostumbra.
Jamás me acostumbré ni a la fiebre, ni al hambre, ni al dolor, ni a la soledad,
ni a las humillaciones, ni al desprecio…todos forzados...
¿Qué uno no se enferma? ¿Para qué si la enfermedad
comienza desde el primer día y jamás termina?
¿Qué uno vive despreocupado, sin responsabilidades?
¡Mentira! Sería antinatural. Lo que pasa es que la vida no nos da alternativas.
Pero el dolor lo llevamos dentro, como una garrapata aferrada al pleno corazón…
Las piernas no me sostenían. Era como si supiesen y me
dijeran “pero ¿para que vamos hacia allá, o hacia acá, si nada ni nadie nos
espera?. No desperdiciemos energía, Vamos a descansar”…
Yo miraba las calles, brillantes como espejismos, que
llevaban al infinito de la nada, sin ninguna esperanza…y eso desalienta a
cualquiera.
Sin embargo, no me quedaba otra sino andar adonde las
piernas decidieran ir por su cuenta…
Empuñé mi pequeña maleta y avancé por la penumbra en
dirección a no sabía dónde…
Ya iría perdiendo por el camino de los años, trozo a
trozo, aquella maleta. Por eso, cuando la policía recogió mi cadáver, sólo
halló unos cartones, donde yacía yo, un despojo humano, un zurrón podrido…
No. De la soledad lacerante de las calles no puede
hablar sino el que las haya vivido, o, más exactamente, “el que las haya
muerto, como yo”…
.........
.........
Actualmente estoy planificando mi nueva vida en la Tierra.
Ya lo tengo decidido y previsto en todos sus detalles. Serè físico nuclear,
tendrè una familia estable, una esposa excelente y tres hermosos hijos que me
darán muchas satisfacciones en medio de una vida apacible. Porque unas se
pierden y otras se ganan. O, como me place decir: “unas son de sal y otras de
harina”. ¿O no?