domingo, 23 de noviembre de 2014

"CIUDAD CORCOVA". Juan Josè Bocaranda E









“CIUDAD CORCOVA
Juan Josè Bocaranda E

Temerosos de que los atracaran y les arrebataran la joroba,  los jorobados decidieron fundar su propia ciudad que, claro está, sólo podía ser habitada por jorobados. Nació, así, “Ciudad Dromedaria” que algunos llamaban, simplemente, “La Dromedaria” y no pocos “La Corcovada”.

Tener una quinta o mansión en “La Dromedaria” otorgaba cachè y acrecentaba prestigio. Por ello los  nuevosricos viajaban al extranjero para implantarse brillantes jorobas,   con el mismo afán de novelerìa que animaba a las mujeres a sustituirse modestas copitas fipo frinè, por copones abundandantes como de vaconas holandesas.

“La Dromedaria”se anunciaba desde muy lejos porque la gran muralla estaba coronada, entre dos almenas y frente al puente levadizo, por una joroba descomunal, de hormigón armado, pintada con llamativos colores.

Durante la noche, la joroba-símbolo, fosforescente, se destacaba como  seria advertencia para los merodeadores, muchos de los cuales desaparecìan para siempre y sin dejar rastro.

Por las avenidas superiores de la muralla patrullaban las moto-jorobas,  de férrea disciplina militar y acendrado celo patriòtico.

El acceso a la ciudad estaba constituido por una sola puerta, custodiada por un ejército de samuráis jorobados, que sabían utilizar la joroba para propinar martillazos mortales.

Como la cosa prometía, algunos extraños se colocaban jorobas de plástico, pero eran descubiertos y castigados con penas cuadruplicadas, como lo merecen todos los tramposos, jorobados o no. Otros, más decididos, se practicaban costosas operaciones quirúrgicas para que les incorporaran las jorobas dejadas por los difuntos, si es que las dejaban, pues muchos estaban tan apegados a ellas, que se las llevaban al otro mundo para seguir con la buena suerte.

Para recibir el título universitario en Ciudad Corcova, era requisito indispensable que la joroba satisficiera exigencias mínimas de dimensión y elegancia, por lo cual en el acto de graduación se utilizaban togas escotadas que permitieran ver desnudas, a lo lejos, las jorobas lustrosas y felices, para complacencia y gozo de todos los presentes.

Para ser funcionario de carrera, era indispensable  cumplir con exigencias muy, pero muy especiales, relativas a las jorobas, cuyas características eran señaladas en manuales ultrasecretos que sólo “los privilegiados de la corcova” podían manejar.

Hubo una época en que por cuestiones de elegancia establecidas en los protocolos internacionales, se exigió a los graduandos proporción específica entre el volumen de  la joroba,  el volumen de la barriga y el volumen del nalgatorio. Pero, como no había suficientes nalgudos –aunque sí muchos barrigones- se dejó de lado esta meticulosidad antidemocrática.

En los “tribunales de la Corcova” los jueces medían los casos, no por razones, sino por torceduras. Por supuesto, la justicia también era jorobada. Es más: para todos ellos lo recto repugnaba, por esencia, a la razón. Y la razón les decía que  la rectitud estaba en la joroba, así como los sabiondos de la “Matemàtica Corcovada” afirmaban que la distancia más corta entre dos puntos era la joroba.

La alegoría de la justicia también fue modificada: la tradicional representación romana, en una señora tuerta y obesa, con una balanza en la mano izquierda y una espada en la derecha, sosteniéndose milagrosamente los fustanes,  fue reemplazada por la figura de una Miss moderna, hermosa, ligera de ropa, con amplia y brillante sonrisa, y con una joroba descomunal y digna, que contribuía a resaltarle la belleza.

Por otra parte, era de ver y de admirar  a los siempre interesados estudiantes de Derecho, en prosternación servil ante jueces y profesores cargados de jorobas bursátiles, a quienes prometìan emular en sobajamientos protocolares y diplomàticos.

Una escribiente, estudiante de Derecho, escondía los expedientes en el extremo sur de la joroba, hecho que, desde ya, le generaba cuantiosos emolumentos.

La corrupción, la perversión, la injusticia, la traición y muchas otras virtudes democráticas, se sembraron y se extendieron como una enredadera fatal en La Corcova.

Una noche, una enorme y furiosa tormenta de arena dejó sepultada para siempre la ciudad de los jorobados, bajo cuyas cenizas yacen hoy los cadáveres de sus habitantes en las posiciones màs abyectas e inverosímiles. Entre el polvo sobresale  una parte de la joroba de hormigón que una vez fuera el orgullo de los jorobados, yo uno de ellos…