LA “PESEBRERA”
Juan Josè
Bocaranda E
Habìa estado sin empleo
durante varios meses. Sobrevivìa “picando” aquí y “picando” allà. Lavando
carros, haciendo entregas en alguna tienda, vendiendo frutas de puerta en
puerta, lavando platos ocasionalmente en algún restaurante, a cambio de comida;
“dando briquitos de gestor” –como èl mismo decía- cuando iba a tramitar, por
ejemplo, la copia de un documento, o a pagar la luz, el agua o el aseo urbano,
porque se lo pedìa alguna señora desvalida, etc. Y no pocas veces lo auxiliaron
los amigos, que estaban, por cierto, casi en las mismas, rascándose los
bolsillos a ver si san pelotas había agachado el dedo.
Una tarde, casi al
anochecer, el dueño del restaurante le propuso trabajar fijo, como auxiliar del
cocinero, para lavar la vajilla apenas fuera devuelta, porque la clientela era
numerosa y los utensilios poco abundantes. En muchas ocasiones, como no había
tiempo ni persona encargada de lavar la vajilla, el dueño dejaba entrar a los
dos perros que tenìa en el patio trasero, y les encomendaba comerse las sobras
y dejar limpios los platos.
Pero, esa vez le ofreció
trabajo, y Florencio aceptò gustoso. Aunque el sueldo no sería mucho, por lo
menos podría almorzar y cenar allì.
El plato único que se servìa
como almuerzo en el restaurante
“Lusitano”, eran los espaguetis con bistec, queso rayado, un pan y un refresco.
El sabor de los espaguetis y del bistec era agradable. El cocinero conocía su
oficio. La clientela era abundante porque por allì, en el centro de la ciudad,
era lo màs económico. Concurrìan muchos empleados públicos, pues muy cerca
estaban los Ministerios de Educaciòn, de Finanzas, de Relaciones Interiores y
el de Higiene y Salud Pùblica.
Cumpliò seis meses como
empleado del restaurant y a fin de año recibió las utilidades. Las aprovechò
para comprarse ropa y calzado y para enviarle dinero a su madre, que sobrevivìa
en el interior del país, al cuidado de dos hijas.
Como era época, el dueño del
restaurant hizo preparar platos navideños, lo que reduplicò la clientela.
Un veinte de diciembre el
restaurante estaba màs repleto que nunca. Muchas personas aguardaban de pie a
la espera de asiento. Las ventas de motivos de Navidad atraían a mucha gente,
incluso del interior del país.
De pronto, un grito de mujer
casi revienta las vidrieras del restaurante. El silencio irrumpió en forma instantánea
y notoria. Un atraco. Un vahído. De todo podía esperarse en una ciudad
convulsionada.
No. La cliente había hallado
entre los espaguetis una señora cucaracha, de esas que llaman “pesebreras”,
porque sòlo se les ve en tiempos de Navidad.
Todos los clientes se
pusieron de pie al mismo tiempo y se apresuraron a presenciar el espectáculo.
Del vientre de la
“pesebrera” emergìa una hebra que se movìa de un lado a otro como una lombriz
con la danza del vientre: era una tripa de las entrañas de la bicha.
Impulsados por el asco,
fueron abandonando el restaurante sin pagar. Para colmo, estaba presente un
funcionarillo del Ministerio de Higiene
y Salud. De inmediato ordenò el cierre del restaurante. Quien “pagò la pata”
fue Florencio. El cocinero, verdadero
culpable, supo arreglàrselas ante el dueño, y Florencio fue despedido sin
prestaciones, con vergüenza y con cierto mal gusto en la boca. Tal vez sabor de cucaracha.
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